Nuestra zona de confort
Cómo eliminar esa carga emocional que llevamos a cuestas, que termina por crear enfermedades
Una interpretación para el título que he dado a este análisis, si hablamos de emociones o de creencias, podría ser: el lugar en donde nos sentimos más cómodos y protegidos.
La expresión es prima hermana de un refrán que utilizamos en México: “más vale malo por conocido que bueno por conocer”. Es decir, si se trata de hacer cambios en nuestro comportamiento, solemos resistirnos y preferimos permanecer en las viejas actitudes que repetimos inconscientemente. En verdad, se trata de mañas que no nos gustan, porque son justamente las que nos permiten permanecer (irónicamente) en la condición que nos llevó a buscar la ayuda de un terapeuta o que nos hizo sentir tan incómodos que, por fin, un buen día una luz se hizo en nuestro interior y supimos que era necesario modificar algo.
En seguida ofrezco una descripción de la expresión “zona de confort”, conocida por terapeutas, psicólogos, practicantes del método llamado Emotional Freedom Techniques (EFT) y otras técnicas en Psicoterapia Energética. Una zona de confort, según el creador de EFT, nos mantiene fieles a todo lo que está escrito “en nuestros muros” (*). Es decir, el sistema de creencias que fuimos aprendiendo desde niños y los decretos que establecimos
al paso de los años. Esos decretos nos dan seguridad, nos permiten sobrevivir. Un decreto puede ser: “soy muy nervioso e impaciente”. Por más que los demás traten de ayudar a esta persona, cuando está pidiendo auxilio a gritos porque sus miedos van en aumento, si él no acepta analizar el concepto de “nervioso e impaciente” será difícil salir de ese lugar en el que se refugió… porque entender al mundo era sumamente complicado. En vez de ello, prefirió adoptar la creencia generacional que algunos de sus familiares han mostrado como suya. En su familia conviven tías y tíos cuyo comportamiento es nervioso e impaciente; hasta la abuelita paterna era impaciente y le gritaba a todo mundo. Las tías no gritan, pero se ponen nerviosas por cualquier cosa.
(*) Traducción de la expresión en inglés “the writings on your walls” que significa, precisamente, todo aquello que hemos escrito y archivado en nuestro inconsciente relacionado con un sistema de creencias y con nuestros propios decretos.
Por lo tanto, el individuo que repite “soy muy nervioso e impaciente”, a veces agrega… “como mi papá, como mis tías” y eso le da cierta seguridad pues es algo que heredó, no tiene por qué cambiar. Eso es permanecer en una zona de confort. La persona tiene la opción de cambiar la creencia o decreto, pero prefiere no hacer el esfuerzo. La condición a la que me refiero mantiene a cualquier persona en un plano en donde nada mejora. Como este hombre, muchos no hacemos ningún esfuerzo, esperamos que las cosas cambien a través de una varita mágica, transformadas por la acción de los demás, o de aquel que se dio cuenta de cuánto nos lastimó y un buen día nos brinda su ayuda, pide perdón y nosotros podemos darnos el gusto de aceptar, con cierta benevolencia, aunque “perdonar” ¡ah! eso es más difícil… si perdonamos, entonces, ¿qué nos queda después? Ya no tenemos ni el rencor ni el recuerdo de todos esos eventos desagradables que nos mantuvieron en el papel de víctima.
Borrar todos esos años de nerviosismo y pesares por algo que nos aseguran será mejor es difícil de aceptar. Si las personas se abrieran un poco a la nueva opción verían que aunque dar el primer paso puede ser penoso (en el momento de la verdad se darán cuenta que no lo es tanto), el resultado es extraordinario: al fin conocen la felicidad y la libertad.
Las cosas a las que nos aferramos
Resulta interesante observar a nuestros congéneres cuando se aferran a las personas y a las cosas. Tratándose de personas, sabemos que éstas pueden ser los espejos que nos ayudarán a salir de nuestras propias zonas de confort. Lo que no nos gusta de equis persona es justamente lo que manifestamos constantemente y que necesita modificarse.
He aquí una persona que se aferra a su sistema de creencias:
- “Ya sé que mi marido es mujeriego, pero me quiere y nunca me abandonaría”.
Veamos un poco. La esposa que habla de esta manera tiene terror a que la abandone el marido porque no sabría cómo ocupar su día en caso de quedar sola. Dice que no sabe trabajar y eso la coloca en un sitio relativamente cómodo en donde es mejor no moverse para no descubrir si realmente sirve para algo. De niña no le gustó estudiar y al cumplir la mayoría de edad decidió casarse con aquel novio de quien no estaba enamorada, pero la trataba bien, y cuando llegaban a tener un pleito siempre le daba regalos estupendos. Al poco tiempo se dio cuenta que el marido tenía aventuras; sin embargo, siguió utilizando la antigua fórmula de reñir con él para luego obtener algún capricho.
Cuando esta mujer habla con sus amigas les dice que no es feliz y quisiera cambiar esa vida inútil. Una amiga le dice que ya es tiempo de que tome una decisión y la alienta para que asista a aquel curso o le recomienda a un terapeuta confiable. Para alentar a su amiga le comenta que sabe de un especialista que ha ayudado a varias personas a quienes conoce personalmente. Los individuos en cuestión llevaban una zona de confort a cuestas y ahora son libres porque se abrieron a nuevas opciones en su vida.
Entender que nos aferramos a cosas y personas nos puede tomar muchos años. La imponente escuela de la vida, manejada por la sociedad y, por ende, también por el sistema de creencias de cada familia, es una gran inquisidora; no nos permite ver las cosas de otra manera, nos obliga a mantenernos en una misma posición, de lo contrario –y esta es la espada de Damocles que nos impusieron- nos puede ir muy mal.
¿Qué significa aferrarse a algo? Me parece fundamental explicar este concepto.
Mencionaré a una niña que a sus tres años de vida es admirada por la familia y los vecinos por su gracia y sonrisa contagiosa. Siempre está de buen humor y, además, es servicial. Pasan dos años y un buen día, el padre le comenta a la madre: “Esta niña nos va a dar muchos dolores de cabeza”. La madre lo mira intrigada. El padre continúa: “Mírala, tan bonita, tan coqueta, todo el tiempo se la pasa riendo.” La madre le pregunta: “¿Por qué dices que es coqueta?” y el padre continúa: “Pues por eso, porque su risa es como una invitación.” “Por Dios, ‘Juan’, eres muy mal pensado”. “Ya verás, ya verás…ahora tiene cinco años, pero más vale que cuidemos su aspecto… mejor que fuera gordita… ya sabes, a las gorditas no las violan, son fuertes, se saben defender”
El padre está regido por un sistema de creencias, heredado de padres y (según estudios en genética) ocho generaciones anteriores, que incluyen la línea materna y la paterna. Se trata de conceptos que pasan a través de la predisposición en sangre. Son leyes que forman parte de nuestro ADN; son nociones muy poderosas que marcan nuestra forma de pensar y nuestro comportamiento. El padre de ‘Juan’ desconfió siempre de las mujeres. Solía decir: “Mi mujer es una santa, es la madre de mis hijos, las demás mujeres son unas perdidas”. Y, en efecto, su esposa era una santa, que se la pasaba embarazada o lactando. Nunca podía bajar el peso que se había acumulado con tanto embarazo, pero se la veía feliz, atendiendo al marido y a los hijos, pendiente de que todos tuvieran ropa limpia y algo sabroso que llevar a la boca. Estaba al tanto de todo y siempre se cuidó de que nadie la viera llorar. Por lo tanto, ‘Juan’, creció con la idea trasmitida por su padre. Su creencia es que las mujeres santas son las casadas, las que tienen muchos hijos y, por lo tanto, son gorditas.
Pero, ¿qué pasa mientras tanto en la cabeza de esa linda niña de apenas cinco años? Ella comprendió, dos años antes, que era bonita y graciosa. Luego escuchó los comentarios de su padre y con la sorpresa apareció en su mente una creencia: “Debo ser distinta porque hay peligro, el mundo es malo, además, las personas solamente quieren y respetan a las gorditas.”
Esta niña empieza a aumentar de peso y se torna huraña, constantemente se enemista con los varones (primos y vecinos). La madre le pregunta, preocupada, ¿’Sofía’, cariño, por qué riñes con los muchachos, ellos no te hacen nada malo? Y ‘Sofía’ no sabe cómo explicar las razones por las que debe ser fuerte. Ya estableció en su cuerpo escudos de carne que le permiten ser como los caballeros de los cuentos, sólo que ella no necesita armaduras de metal para defenderse.
Pasan los años y ‘Sofía’ logra bajar de peso para su boda. Pero en el primer embarazo lo recupera. Desde ese momento empieza una cansada jornada en búsqueda del mejor endocrinólogo, la mejor dieta, los mejores aparatos para quemar grasa, los spas en los que ofrecen la recuperación de una línea esbelta y los afeites que la harán verse más atractiva. Desea recuperar su auto estima y lucha contra la creencia establecida en su niñez: “Sólo me van a querer y a respetar si soy gorda”.
Algo le dice en su interior que estar gorda y pasar por tanta penuria no es lo que ella quiere ni lo que merece. De ahí que, eliminar la creencia infantil se convierta en su meta. Y todos podemos decir: “¡Enhorabuena!”
No necesitamos llegar a la edad madura para darnos cuenta que hemos vivido dentro de un capullo (que más bien parece una prisión) en donde supuestamente estamos a salvo de cualquier agresión. Es el lugar que escogimos para refugiarnos de la agresión de los demás, de las situaciones que nos hieren, porque exigen que dejemos a un lado nuestra coraza, nuestros escudos y nos abramos a otras opciones. ¿Por qué dejar de gritar si gritando nos desahogamos? Eso es lo que piensa alguien que siempre está con la espada desenvainada y reta a todo aquel que se atreve a sugerir una actitud amable, una tregua. Después de “desahogarse” el individuo queda exhausto y se encierra en su celda emocional si haber resuelto nada.
Otro ejemplo. ¿Qué sucede con aquella mujer que lleva años quejándose del mal trato que recibió de su madre? Esa mujer actúa como víctima de una madre que siempre se quejaba, que no le hacía caso, pero la cuidaba hasta asfixiarla. No le permitía salir por miedo a que algo pudiera ocurrirle, ponía exceso de ropa para que no se resfriara y, por las noches, la cubría con varios cobertores para que no pasara frío… y la niña se ahogaba con tantos cuidados. Esa mujer ha pasado treinta años de su vida lamentándose de tener una madre que se queja constantemente, que es depresiva y manipula al marido. Pero, esa mujer que tanto se queja, a su propio marido le exige y no le deja espacio, lo asfixia con sus exigencias. ¿Se repite el patrón?
Cuando a esa mujer se le hace ver, a través de alguna terapia para modificar emociones negativas, que lo mejor sería salirse de su capullo de víctima; que se permita querer a su madre porque aquella hizo lo mejor que pudo y que acepte los esfuerzos de su esposo, entonces, esa víctima, esa sufrida mujer abre tremendos ojos, su rostro muestra sorpresa y llora lágrimas de descanso, de liberación. Empieza a ver otra realidad. Aprende a vivir en el presente y aleja para siempre la preocupación y el miedo de vivir.
Conocer la zona de confort es fundamental para cualquier intento de mejorar nuestra salud y de comprender nuestros sistemas de creencias limitantes. Una zona de confort nos mantiene ‘en el lugar al que creemos pertenecer’ y, hasta que nos desprendamos de ella continuaremos haciendo las mismas cosas añejas y caducas.
Otra descripción de una zona de confort es que se trata de un ámbito que hemos elegido y que nos ‘apoya’ en nuestras creencias. ¿Cómo podemos salir de las creencias que son negativas y limitantes? Podemos escoger abandonarlas porque son heredadas a través de generaciones en nuestra familia y, también, son creencias que hemos adoptado como resultado de experiencias tristes, desagradables, que nos asustaron. La zona de confort es el lugar en el que preferimos estar para sentirnos ‘a salvo’, porque abrirnos a lo desconocido o a otras opciones nos da miedo. Preferimos mantenernos bajo un estado de cosas que aunque sabemos no son lo mejor que querríamos, es más cómodo no movernos para, entonces, poder decir ‘es que así soy yo’.
Una zona de confort es un techo, es decir, la parte más lejana a la que vas a llegar en tu actitud cotidiana (o tu salud o tus finanzas) arriba del cual no ‘te atreves’ a ir emocionalmente. Estas ‘zonas’ son invisibles para ti, excepto cuando miras los resultados de los esfuerzos que has hecho en tu vida. Los resultados en tu vida reflejan las zonas de confort bajo las cuales estás operando actualmente. Puedes tener zonas de confort inconscientes que están escondidas, alejadas de tu percepción, o puedes estar muy consciente y claro respecto de los límites que te has marcado. En cualquiera de estos casos, estás compelido a permanecer dentro de estos límites por su comodidad y familiaridad, y buscarás medios para equilibrar tu vida para poder permanecer dentro de estas paredes de seguridad. Se trata de un lugar que conoces muy bien, allí no hay riesgos, y no tienes que sufrir ‘dolores de crecimiento’ mientras permaneces en el.
La zona de confort es el lugar de nuestras supuestas seguridades. Si nos preguntaran cuándo la instalamos o cómo la construimos, no sabríamos por dónde empezar. Ésta fue convirtiéndose en un refugio; nos urgía estar allí para alejarnos de las agresiones, de los reclamos y, también, de la posibilidad de aceptar la otra cara de la moneda, una opción para el cambio.
Poco a poco fue haciéndose más cómoda. Primero, fue nuestra respuesta en el momento en el que nos veíamos frente al comportamiento de otras personas y se empezaban a notar diferentes personalidades. Salíamos en nuestra defensa exclamando: “es que así soy yo”.
Frecuentemente vemos a individuos que no se dan cuenta de su tendencia a la manipulación, son dominantes y obsesivos. Al exterior, dicen que todo está en orden: la casa, los hijos, el marido, la esposa. Son puntillosos y exagerados “así soy yo… me gusta el orden, me gusta todo limpio, no soporto ver polvo sobre los muebles, ni la ropa botada en el baño”. Cuando se van a dormir, si es una mujer, talla su cara con la mejor crema para desmaquillar porque no puede irse a la cama sucia. Esto habla de una gran obsesión por la limpieza, como si quisiera estar inmaculada. Para ella, ¿qué representa la suciedad? Esa mujer detesta que le toquen la cabeza, no le gustan los masajes, ni siquiera una caricia prolongada, porque eso invade su campo “así soy yo… no me gusta que me soben.” Esa mujer es muy asquerosa, se preocupa por la limpieza en los lugares y en las personas. Si alguien le ofreciera un sweater o una chalina para cubrirse la cabeza, lo pensaría dos veces y, seguramente, rechazaría esa prenda de alguien que no conoce o alguien de quien desconfía. Esa mujer está llena de miedos. No va a confiar sus miedos a nadie y si lo hace nunca aceptará que hay excelentes métodos para eliminarlos. Rechaza frecuentemente la ayuda que le ofrecen aquellas personas que la quieren o responde, tajante, “así soy yo” (“no quiero cambiar” es lo que escuchamos) y seguirá con sus miedos que ya conoce, se resistirá al cambio porque es mejor sufrir esos pequeños infiernos y continuar con sus costumbres, con su forma de ser. Por cierto, esa mujer ha llevado a su cuerpo a tal grado de estrés que sufre constantemente de enfermedades.
Ahora me quiero referir a una historia que nos aclara perfectamente el asunto de no querer salir de esa zona de confort. Este es un relato que leí en un libro que habla de nuestras emociones y la autora lo menciona porque lo vivió. Una mujer, que asistía a una serie de pláticas, se manejaba en silla de ruedas. Durante un descanso, esta mujer se levantó de su silla de ruedas para servirse café y galletas. La autora y testigo del incidente, sorprendida, le comentó a la supuesta mujer paralítica: “Pero, ¡usted puede caminar! Y la mujer tranquilamente le respondió: “Por supuesto”. La autora le preguntó: “¿Por qué no deja usted la silla de ruedas?”. A lo cual la mujer le respondió: “Usar una silla de ruedas me da preferencia en restoranes, la gente me ayuda en cualquier tienda, todos se vuelven solícitos para hacerme sentir más cómoda. Me gusta tener todas esas atenciones; atenciones que no tendría si caminara normalmente.”
Te darás cuenta que la mujer de la historia decidió mantenerse en su zona de confort pues sus creencias le dictaban que ser objeto de atenciones de los demás era preferible a hacer el esfuerzo que muchos miles de personas hacemos para vencer nuestros retos de manera cotidiana.
Otra historia que quiero comentar es algo que me tocó vivir. Se trata de una mujer (a quien llamaré Celia) que vino a verme para una terapia. Conocí a una de sus hermanas y ella hizo la cita y la trajo a mi consultorio. Esta mujer se acompañaba constantemente de un tanque portátil de oxígeno. Al hablar se ahogaba un poco y debía hacer pausas. Me contó algunos problemas domésticos que tenía con su marido e hijos. Ella tendría unos cincuenta años pero se veía envejecida. No resultaba muy clara la manera en la que el problema respiratorio había aparecido. Lo cierto es que llevaba muchos años sufriendo ese ahogo.
Entre las cosas personales que comentó pude hacer un importante recuento de sus vivencias. Algo que destacaba era lo siguiente: Celia había trabajado en una empresa que fabricaba golosinas. Al poco tiempo de entrar en el negocio su jefe le dio otra tarea al saber que le gustaba cocinar. Celia fue promovida a la cocina de empleados. En ese lugar, me contó, estaba feliz porque tenía libertad de acción y daba rienda suelta a su creatividad. Al poco tiempo se casó y a su marido le daba celos aquella otra vida que la hacía tan feliz. La obligó a dejar el empleo dizque porque él podía cubrir todos los gastos de la casa. Celia dejó su trabajo y esto la debilitó. Pude darme cuenta de lo mucho que añoraba su vida como cocinera del comedor de empleados de aquella fábrica. Todos sus comentarios a partir de ese momento pretendían hacerme creer que todo estaba bien en su vida, que había tenido dos hijos (un varón y una mujercita) que ahora ya iban a la universidad y que estaba tranquila con su situación. La verdad es que había una enorme tristeza y frustración en esta mujer.
Empezamos a trabajar la Técnica para la Liberación Emocional (EFT) y hubo un gran cambio en su respiración. Dejó el oxígeno y pudo hacer las estimulaciones de tapping con facilidad. Al hacerle preguntas relacionadas con su trabajo, en la cocina de aquella empresa, la mirada de Celia se avivó y respiraba normalmente. La segunda vez que nos vimos vino para enseñarme a preparar la masa de los “pastes”, una especie de empanada que las esposas de los mineros ingleses que vinieron a México, al pueblo de Real del Monte, horneaban todos los días. Esta masa se quedó entre los habitantes de todo el Estado de Hidalgo y ahora es una golosina típica del lugar. Celia conocía muy bien estas empanadas y me dio la receta. Yo preparaba los ingredientes y ella se divertía con mis comentarios: “Uff, la masa está muy dura”, decía yo. Y ella exclamaba: “Si, sigue amasando, sigue amasando.” Durante las dos o tres horas que estuvimos en mi cocina inmersas en la preparación de los pastes, Celia respiró perfectamente, no utilizó el oxígeno y se la veía alegre y tranquila. Cuando nos despedimos, su hermana le dijo que hiciera otra cita para que siguiera trabajando algunos conflictos que tenía con su marido y con ‘los muchachos’… Celia cambió bruscamente, sus ojos se nublaron y de inmediato pidió el tanque de oxígeno. Salió de mi casa con la espalda encorvada, no queriendo hablar, y nunca regresó.
Nuestra zona de confort es ese lugar al que nos aferramos cuando, por ejemplo, alguien nos dice: “bueno, si no quieres sentirte humillada o menospreciada por tu familia, pon límites.” Y ¿qué es eso de poner límites? La mayoría hemos necesitado una larga explicación, con ejemplos variados, para entender lo que significa poner límites. Una vez que nos queda claro, nos enfrentamos rápidamente a la inevitable tarea de cambiar nuestro comportamiento y hacer un esfuerzo consciente para establecer un nuevo orden de cosas.
Otro ejemplo podría ser, respecto de la familia, la situación en la que varios familiares suelen criticar frecuentemente nuestra figura. Con fastidio, hemos escuchado frases como: “Nunca vas a encontrar marido si sigues engordando sin control. Te obsesiona la comida y luego lloras porque no encuentras ropa que te quede. Haz ejercicio, mira qué bien se ve fulanita. Ni siquiera pareces de la familia.”
La vida de alguien similar a mi ejemplo se torna en un infierno. Sufre lo indecible y, en su interior, hace reclamos ante la crueldad de los demás. Llora y se consuela con golosinas a media noche. Total, es una víctima. Nadie la quiere. Nunca va a ser feliz. En el fondo piensa que incluso ir a alguna terapia es cosa inútil porque nada va a cambiar. Sabemos que esa actitud es negativa.
¿Por qué la considero negativa? Porque fue creada desde el crisol de “nadie me quiere”, “todo es demasiado difícil”, “siempre seré gorda”, “estoy así porque tengo que hacerme cargo de todos y de todo”, “nadie aprecia mis esfuerzos”, “tanto que me preocupo por ellos y ni me lo agradecen”. La mujer de mi ejemplo va a retar al terapeuta porque, en el fondo, no quiere dejar de ser una víctima. Siendo víctima puede echar la culpa a los demás. Esta condición la mantiene en el plano en donde nada mejora porque no ha integrado en su consciente las palabras: “hago un esfuerzo real para mejorar mi auto estima”, “mi vida sí puede ser diferente”, “merezco ser feliz”. Solemos esperar que las cosas cambien sin que intervenga esfuerzo alguno de nuestra parte.
No importa si el individuo que decide permanecer en su zona de confort es alguien con instrucción superior, que haya nacido en un hogar económicamente holgado, en donde su familia ha tenido oportunidad de asistir a la universidad. Tampoco importa si el individuo tiene poca o ninguna escolaridad y en su familia la economía es deficiente. Cualquier individuo puede ser víctima de la preocupación y preferirá continuar siéndolo antes que aceptar dar un paso hacia el cambio.
Extracto del Ensayo de Martha Sánchez Llambí
Ciudad de México
Abril 2009
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